EL PLAN DE DIOS PARA
LAS NACIONES.
Por Samuel González y Alba Llanes.
Es común que ciertos eventos, tanto personales como
colectivos, lleguen a reflotar ciertos temas, generen nuevas preguntas e
inquietudes y nos lleven, inclusive, a replantearnos opiniones y aún
convicciones. Esto ocurre en cualquier esfera de la vida. El ámbito de la fe no
está exceptuado: en él también surgen
posturas encontradas, se generan discusiones, y se plantean interpretaciones.
Ante casos así, corremos dos peligros: el primero, aferrarnos a posiciones de
larga data, más o menos ajustadas a la verdad, y a veces adoptadas sin mediar
un análisis serio y responsable de “todo el consejo de Dios”, revelado en las
Sagradas Escrituras; el segundo, intentar construir esas interpretaciones a
partir de los hechos, y acomodar casuísticamente las Escrituras a los mismos.
En estos días, muy particularmente, está ocurriendo esto con
respecto a la escalada de violencia en el Medio Oriente. Cuando en las redes
sociales leemos los comentarios y publicaciones de los creyentes cristianos,
observamos posiciones, opiniones y conceptos contradictorios, que parecen
separarnos y enfrentarnos. Nuestro propósito no es el de convertirnos en
árbitros ni moderadores de las mismas, sino contribuir a un entendimiento más
amplio de una realidad compleja de proyecciones no solo históricas sino
eternas. Lo hacemos, abordando ciertos temas colaterales que forman parte de
este “gran rompecabezas”, posiblemente como
“paisaje de fondo” y no como
algunas de las “figuras centrales” del “dibujo”, pero importantes
también para darle sentido al mismo. Por esta razón, estaremos compartiendo una
serie de artículos que tocarán diferentes tópicos. En el presente ensayo queremos hablar acerca del
lugar que tienen las naciones de la
Tierra, dentro del plan salvífico de Dios. Lo expondremos brevemente en
cinco declaraciones fundamentales.
Primera declaración: las
naciones de la Tierra surgieron por mandato divino con un propósito divino.
Fue la voluntad divina que, después del diluvio, toda la
tierra debía ser repoblada por los descendientes de Noé. En Génesis 9,
versículos 1 y 7 se reitera el mandato de Génesis 1, acerca de “crecer y
multiplicarse”. A tal efecto debían, por supuesto, separarse y disgregarse, a
fin de formar las distintas tribus y naciones, entre los cuales el mundo habría
de dividirse. En su discurso en el ágora ateniense, el apóstol Pablo explica
claramente que el mismo Dios, en su soberanía, dispuso esta división
etnogeográfica general: “Y de una sangre
ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de
la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su
habitación; para que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan
hallarle, aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros. Porque en
él vivimos, y nos movemos, y somos; como algunos de vuestros propios poetas
también han dicho: Porque linaje suyo somos” (Hechos 17:26-28). Un doble
propósito se manifiesta en el proyecto divino: primero, “buscar a Dios”, o sea,
mantener una relación de comunión con Él, fuente de toda bendición personal y
colectiva (familiar, tribal, nacional, universal); segundo, “sojuzgar y
señorear” sobre la tierra”, o sea, cumplir lo que algunos llaman el “mandato
cultural” (Génesis 1:28; 2:15; 9:2,3);
Segunda declaración:
el propósito de Dios era propiciar, dentro de la unidad esencial de la raza
humana, la diversidad humana a través de las naciones.
Cualquier intento de lograr o mantener una fusión
indiscriminada de carácter geográfico y sociocultural, no solo era contrario al
mandamiento de Dios citado anteriormente, sino que era peligroso para la
Humanidad, debido a la pecaminosidad universal del ser humano. En efecto, ya
desde los primeros tiempos posdiluvianos vemos los principios de conflicto en
el relato del pecado de Cam y Canaán, respectivamente hijo y nieto de Noé, que
pecaron contra su progenitor (Génesis 9:18-25), pero lo vemos mucho más
acentuado en la historia de la torre de Babel (Génesis 11:1-9): en pro de una “unidad”
político-religiosa a ultranza, este primer núcleo de pobladores posdiluvianos
se aglutinó en un sitio geográfico específico con el fin de desarrollar una
civilización centralizada, “globalizada”, uniformada desde el punto de vista
sociocultural, político y económico. La confusión de las lenguas no solo puso
fin a tal proyecto megalómano, sino que redirigió a la incipiente Humanidad
hacia el propósito original de multiplicarse y diversificarse. Justamente,
Génesis capítulo 10 nos da un bosquejo original de esa propagación producida a
partir de Babel.
Tercera declaración:
el propósito original y fundamental de Dios ha sido y es BENDECIR. La maldición
siempre ha venido como producto directo de la maldad e injusticia humana, y de
la necesaria actuación de Dios en contra de esa maldad.
El apóstol Pablo señala: “Porque
la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de
los hombres que detienen con injusticia la verdad” (Romanos 1:18). La
maldición vino sobre Canaán por su impiedad (Génesis 9) y, a lo largo del
Antiguo Testamento, observamos una y otra vez la aplicación de la justicia
divina sobre las naciones, cuando estas violaban los principios de justicia y
piedad que atentaban, por una parte, contra el carácter moral de Dios pero, por
otra, contra la misma pervivencia de la Humanidad. La violencia engendraba
violencia; la maldad, maldad. La injusticia ejercida contra el otro ser humano,
contra otra colectividad u otra etnia volvía sobre quien o quienes la
ejecutaban. De este modo se buscaba vindicar la causa del inocente, y castigar
al culpable. El profeta Habacuc describió con mucha claridad este principio.
Pero en medio de los estragos que el pecado y sus
consecuencias han traído a la Humanidad, la promesa de bendición siempre ha
permanecido. Todavía resuenan las palabras proféticas de Noé: “Bendito por Jehová mi Dios sea Sem…” y “Engrandezca Dios a Jafet” (Génesis
9:26,27). Dios bendice a Ismael, el “escuchado de Dios”, padre de los árabes
actuales, en la promesa que le hace a su madre Agar: “Multiplicaré tanto tu descendencia, que no podrá ser contada a causa
de la multitud...” (Génesis 16:10). En sus visiones apocalípticas, Juan
contempla una innumerable multitud procedente de “toda tribu, lengua y nación”,
que adoran al Señor: personas pertenecientes a la diversas naciones de la
tierra, a las cuales alcanza la bendición de Dios a Abraham, cumplida a través
de Jesús el Cristo: “Y serán benditas en
ti todas las familias de la tierra” (Génesis 12:3). Es, sobre esas bases,
que Isaías proclama la restauración de naciones enfrentadas muchas veces a lo
largo de la historia (Isaías 19:23-25), y Miqueas anuncia: “Y él juzgará entre muchos pueblos, y corregirá a naciones poderosas
hasta muy lejos; y martillarán sus espadas para azadones, y sus lanzas para
hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se ensayarán más para la
guerra” (Miqueas 4:3,4).
Cuarta declaración: el
objetivo de Dios ha sido la pervivencia y la convivencia, no la erradicación de
las naciones.
Hechos 14:16 dice: “En las edades pasadas él ha dejado
(permitido) a todas las gentes (ethnos: snaciones) andar en sus propios
caminos”. Alfred Edersheim señala que este pasaje quiere decir que Dios no
destruyo las naciones a pesar de sus malos caminos. En otras palabras, a pesar
de la impiedad e injusticia, Él permitió su pervivencia, y no solo eso sino que
abrió su generosa mano “dándonos lluvias del cielo y tiempos fructíferos,
llenando de sustento y de alegría nuestros corazones” (Hechos 16:17).
Esta declaración resume, en cierto modo, las ideas que hemos
venido desarrollando en los puntos anteriores. Como vimos, la bendición de Dios
garantiza la pervivencia, que solo es cortada cuando las naciones, en su
rebeldía, cometen impiedad y cosechan las consecuencias de su propia injusticia.
La erradicación de una nación no forma parte del plan perfecto original de
Dios, solo surge contingentemente como consecuencia de la impiedad y la maldad
propia o ajena, en el presente estado de cosas. Por otra parte, como también
analizamos, convivencia no significa una unidad o amalgamiento global, en la
que las naciones pierdan sus respectivas identidades. Convivencia es “vivir
con” el otro que comparte la misma esencia, pero que posee su identidad
particular dada por la diversidad. Sin embargo, cuando miramos a nuestro
alrededor, en cada ámbito de acción humana, la convivencia es imperfecta y, en
muchas ocasiones, imposible, en el presente estado en que vivimos, un presente estado que, como hemos visto, es
temporal, porque el designio de Dios es la erradicación futura de la impiedad y
la injusticia, y el establecimiento de la perfecta bienaventuranza.
El corazón del cristiano verdadero, en sintonía con el
corazón de Dios, jamás podrá gozarse, complacerse, vindicar o justificar la
destrucción de una nación, el genocidio.
Quinta declaración:
como cristianos, hemos sido llamados por Dios para anunciar el Evangelio, las
buenas nuevas de salvación no solo a las personas en lo individual, sino a las
naciones.
“Porque de tal manera AMÓ Dios AL MUNDO”. No dice: “a ALGUNOS
en el mundo”. Juan 3:16 es el corazón de nuestro mensaje evangelístico, el
fundamento de la Gran Comisión, que nos ha sido dada para proclamar el anuncio
libertador de Jesucristo a “toda criatura”, sin hacer acepción de personas, sin
hacer acepción de naciones. Jesús dijo: “Id
y haced discípulos a TODAS LAS NACIONES…” Del mismo modo que no tenemos
licencia para realizar una “lista negra” de pecadores a los que no se les debe
predicar por la “calidad” de su pecado, tampoco tenemos licencia para declarar:
esta nación, sí; esa, no. Por encima y más allá de las maldiciones justicieras
que, por el pecado, caen sobre las personas
y las naciones. Por encima y más allá de la misma justicia divina que está
presta a defender al inocente y castigar al culpable, está el amor redentor del
Padre, cuya voluntad es que “todos procedan al arrepentimiento”, y de Su Hijo
Jesucristo que dio su vida para salvar a todos los que crean en Él y le
acepten. Eso es lo que Dios quiere que proclamemos a las personas y a las
naciones: Su eterno e incomparable amor.
Las personas, las naciones, podrán aceptar o rechazar el
mensaje, tan solo después de haberlo escuchado: “… porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo.
¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en
aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?”
(Romanos 10:13,14). A nosotros nos corresponde predicarlo, sin prejuicios, sin
parcialidades, amando solo con el corazón de Dios, de la misma manera que Él
nos ha amado.
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