viernes, 8 de agosto de 2014

EL PLAN DE DIOS PARA LAS NACIONES.



EL PLAN DE DIOS PARA LAS NACIONES.
Por Samuel González y Alba Llanes.

Es común que ciertos eventos, tanto personales como colectivos, lleguen a reflotar ciertos temas, generen nuevas preguntas e inquietudes y nos lleven, inclusive, a replantearnos opiniones y aún convicciones. Esto ocurre en cualquier esfera de la vida. El ámbito de la fe no está exceptuado: en él  también surgen posturas encontradas, se generan discusiones, y se plantean interpretaciones. Ante casos así, corremos dos peligros: el primero, aferrarnos a posiciones de larga data, más o menos ajustadas a la verdad, y a veces adoptadas sin mediar un análisis serio y responsable de “todo el consejo de Dios”, revelado en las Sagradas Escrituras; el segundo, intentar construir esas interpretaciones a partir de los hechos, y acomodar casuísticamente las Escrituras a los mismos.
En estos días, muy particularmente, está ocurriendo esto con respecto a la escalada de violencia en el Medio Oriente. Cuando en las redes sociales leemos los comentarios y publicaciones de los creyentes cristianos, observamos posiciones, opiniones y conceptos contradictorios, que parecen separarnos y enfrentarnos. Nuestro propósito no es el de convertirnos en árbitros ni moderadores de las mismas, sino contribuir a un entendimiento más amplio de una realidad compleja de proyecciones no solo históricas sino eternas. Lo hacemos, abordando ciertos temas colaterales que forman parte de este “gran rompecabezas”, posiblemente como  “paisaje de fondo” y no como  algunas de las “figuras centrales” del “dibujo”, pero importantes también para darle sentido al mismo. Por esta razón, estaremos compartiendo una serie de artículos que tocarán diferentes tópicos. En el  presente ensayo queremos hablar acerca del lugar que tienen las naciones de la  Tierra, dentro del plan salvífico de Dios. Lo expondremos brevemente en cinco declaraciones fundamentales.

Primera declaración: las naciones de la Tierra surgieron por mandato divino con un propósito divino.
Fue la voluntad divina que, después del diluvio, toda la tierra debía ser repoblada por los descendientes de Noé. En Génesis 9, versículos 1 y 7 se reitera el mandato de Génesis 1, acerca de “crecer y multiplicarse”. A tal efecto debían, por supuesto, separarse y disgregarse, a fin de formar las distintas tribus y naciones, entre los cuales el mundo habría de dividirse. En su discurso en el ágora ateniense, el apóstol Pablo explica claramente que el mismo Dios, en su soberanía, dispuso esta división etnogeográfica general: “Y de una sangre ha hecho todo el linaje de los hombres, para que habiten sobre toda la faz de la tierra; y les ha prefijado el orden de los tiempos, y los límites de su habitación; para que busquen a Dios, si en alguna manera, palpando, puedan hallarle, aunque ciertamente no está lejos de cada uno de nosotros. Porque en él vivimos, y nos movemos, y somos; como algunos de vuestros propios poetas también han dicho: Porque linaje suyo somos” (Hechos 17:26-28). Un doble propósito se manifiesta en el proyecto divino: primero, “buscar a Dios”, o sea, mantener una relación de comunión con Él, fuente de toda bendición personal y colectiva (familiar, tribal, nacional, universal); segundo, “sojuzgar y señorear” sobre la tierra”, o sea, cumplir lo que algunos llaman el “mandato cultural” (Génesis 1:28; 2:15; 9:2,3); 

Segunda declaración: el propósito de Dios era propiciar, dentro de la unidad esencial de la raza humana, la diversidad humana a través de las naciones.
Cualquier intento de lograr o mantener una fusión indiscriminada de carácter geográfico y sociocultural, no solo era contrario al mandamiento de Dios citado anteriormente, sino que era peligroso para la Humanidad, debido a la pecaminosidad universal del ser humano. En efecto, ya desde los primeros tiempos posdiluvianos vemos los principios de conflicto en el relato del pecado de Cam y Canaán, respectivamente hijo y nieto de Noé, que pecaron contra su progenitor (Génesis 9:18-25), pero lo vemos mucho más acentuado en la historia de la torre de Babel (Génesis 11:1-9): en pro de una “unidad” político-religiosa a ultranza, este primer núcleo de pobladores posdiluvianos se aglutinó en un sitio geográfico específico con el fin de desarrollar una civilización centralizada, “globalizada”, uniformada desde el punto de vista sociocultural, político y económico. La confusión de las lenguas no solo puso fin a tal proyecto megalómano, sino que redirigió a la incipiente Humanidad hacia el propósito original de multiplicarse y diversificarse. Justamente, Génesis capítulo 10 nos da un bosquejo original de esa propagación producida a partir de Babel.

Tercera declaración: el propósito original y fundamental de Dios ha sido y es BENDECIR. La maldición siempre ha venido como producto directo de la maldad e injusticia humana, y de la necesaria actuación de Dios en contra de esa maldad.
El apóstol Pablo señala: “Porque la ira de Dios se revela desde el cielo contra toda impiedad e injusticia de los hombres que detienen con injusticia la verdad” (Romanos 1:18). La maldición vino sobre Canaán por su impiedad (Génesis 9) y, a lo largo del Antiguo Testamento, observamos una y otra vez la aplicación de la justicia divina sobre las naciones, cuando estas violaban los principios de justicia y piedad que atentaban, por una parte, contra el carácter moral de Dios pero, por otra, contra la misma pervivencia de la Humanidad. La violencia engendraba violencia; la maldad, maldad. La injusticia ejercida contra el otro ser humano, contra otra colectividad u otra etnia volvía sobre quien o quienes la ejecutaban. De este modo se buscaba vindicar la causa del inocente, y castigar al culpable. El profeta Habacuc describió con mucha claridad este principio.
Pero en medio de los estragos que el pecado y sus consecuencias han traído a la Humanidad, la promesa de bendición siempre ha permanecido. Todavía resuenan las palabras proféticas de Noé: “Bendito por Jehová mi Dios sea Sem…” y “Engrandezca Dios a Jafet” (Génesis 9:26,27). Dios bendice a Ismael, el “escuchado de Dios”, padre de los árabes actuales, en la promesa que le hace a su madre Agar: “Multiplicaré tanto tu descendencia, que no podrá ser contada a causa de la multitud...” (Génesis 16:10). En sus visiones apocalípticas, Juan contempla una innumerable multitud procedente de “toda tribu, lengua y nación”, que adoran al Señor: personas pertenecientes a la diversas naciones de la tierra, a las cuales alcanza la bendición de Dios a Abraham, cumplida a través de Jesús el Cristo: “Y serán benditas en ti todas las familias de la tierra” (Génesis 12:3). Es, sobre esas bases, que Isaías proclama la restauración de naciones enfrentadas muchas veces a lo largo de la historia (Isaías 19:23-25), y Miqueas anuncia: “Y él juzgará entre muchos pueblos, y corregirá a naciones poderosas hasta muy lejos; y martillarán sus espadas para azadones, y sus lanzas para hoces; no alzará espada nación contra nación, ni se ensayarán más para la guerra” (Miqueas 4:3,4). 

Cuarta declaración: el objetivo de Dios ha sido la pervivencia y la convivencia, no la erradicación de las naciones.
Hechos 14:16 dice: “En las edades pasadas él ha dejado (permitido) a todas las gentes (ethnos: snaciones) andar en sus propios caminos”. Alfred Edersheim señala que este pasaje quiere decir que Dios no destruyo las naciones a pesar de sus malos caminos. En otras palabras, a pesar de la impiedad e injusticia, Él permitió su pervivencia, y no solo eso sino que abrió su generosa mano “dándonos lluvias del cielo y tiempos fructíferos, llenando de sustento y de alegría nuestros corazones” (Hechos 16:17).
Esta declaración resume, en cierto modo, las ideas que hemos venido desarrollando en los puntos anteriores. Como vimos, la bendición de Dios garantiza la pervivencia, que solo es cortada cuando las naciones, en su rebeldía, cometen impiedad y cosechan las consecuencias de su propia injusticia. La erradicación de una nación no forma parte del plan perfecto original de Dios, solo surge contingentemente como consecuencia de la impiedad y la maldad propia o ajena, en el presente estado de cosas. Por otra parte, como también analizamos, convivencia no significa una unidad o amalgamiento global, en la que las naciones pierdan sus respectivas identidades. Convivencia es “vivir con” el otro que comparte la misma esencia, pero que posee su identidad particular dada por la diversidad. Sin embargo, cuando miramos a nuestro alrededor, en cada ámbito de acción humana, la convivencia es imperfecta y, en muchas ocasiones, imposible, en el presente estado en que vivimos,  un presente estado que, como hemos visto, es temporal, porque el designio de Dios es la erradicación futura de la impiedad y la injusticia, y el establecimiento de la perfecta bienaventuranza.
El corazón del cristiano verdadero, en sintonía con el corazón de Dios, jamás podrá gozarse, complacerse, vindicar o justificar la destrucción de una nación, el genocidio. 

Quinta declaración: como cristianos, hemos sido llamados por Dios para anunciar el Evangelio, las buenas nuevas de salvación no solo a las personas en lo individual, sino a las naciones.
“Porque de tal manera AMÓ Dios AL MUNDO”. No dice: “a ALGUNOS en el mundo”. Juan 3:16 es el corazón de nuestro mensaje evangelístico, el fundamento de la Gran Comisión, que nos ha sido dada para proclamar el anuncio libertador de Jesucristo a “toda criatura”, sin hacer acepción de personas, sin hacer acepción de naciones. Jesús dijo: “Id y haced discípulos a TODAS LAS NACIONES…” Del mismo modo que no tenemos licencia para realizar una “lista negra” de pecadores a los que no se les debe predicar por la “calidad” de su pecado, tampoco tenemos licencia para declarar: esta nación, sí; esa, no. Por encima y más allá de las maldiciones justicieras que, por el pecado, caen sobre las personas  y las naciones. Por encima y más allá de la misma justicia divina que está presta a defender al inocente y castigar al culpable, está el amor redentor del Padre, cuya voluntad es que “todos procedan al arrepentimiento”, y de Su Hijo Jesucristo que dio su vida para salvar a todos los que crean en Él y le acepten. Eso es lo que Dios quiere que proclamemos a las personas y a las naciones: Su eterno e incomparable amor. 
Las personas, las naciones, podrán aceptar o rechazar el mensaje, tan solo después de haberlo escuchado: “… porque todo aquel que invocare el nombre del Señor, será salvo. ¿Cómo, pues, invocarán a aquel en el cual no han creído? ¿Y cómo creerán en aquel de quien no han oído? ¿Y cómo oirán sin haber quien les predique?” (Romanos 10:13,14). A nosotros nos corresponde predicarlo, sin prejuicios, sin parcialidades, amando solo con el corazón de Dios, de la misma manera que Él nos ha amado.

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