EL PLAN HISTORICO DE SALVACION
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Porque de tal manera amo Dios al mundo que dio a su hijo unigenito para que el que en el cree no se pierda mas tenga vida eterna.
El hombre, persuadido por el Maligno, abusó de su libertad, desde el comienzo de la historia Sucumbió a la tentación y cometió el mal. Conserva el deseo del bien, pero su naturaleza lleva la herida del pecado original. Quedó inclinado al mal y sujeto al error. De ahí que el hombre esté dividido en su interior. Por esto, toda vida humana, singular o colectiva, aparece como una lucha, ciertamente dramática, entre el bien y el mal, entre la luz y las tinieblas . Por su pasión, Cristo nos libró de Satán y del pecado. Nos mereció la vida nueva en el Espíritu Santo. Su gracia restaura lo que el pecado había deteriorado en nosotros.
La muerte violenta de Jesús no fue fruto del azar en una desgraciada constelación de circunstancias. Pertenece al misterio del designio de Dios, como lo explica Pedro a los judíos de Jerusalén ya en su primer discurso de Pentecostés: "fue entregado según el determinado designio y previo conocimiento de Dios" (Hch 2, 23). Este lenguaje bíblico no significa que los que han "entregado a Jesús" (Hch 3, 13) fuesen solamente ejecutores pasivos de un drama escrito de antemano por Dios.
Este designio divino de salvación a través de la muerte del "Siervo, el Justo" (Is 53, 11;cf. Hch 3, 14) había sido anunciado antes en la Escritura como un misterio de redención universal, es decir, de rescate que libera a los hombres de la esclavitud del pecado (cf. Is 53, 11–12; Jn 8, 34–36). Pablo profesa en una confesión de fe que dice haber "recibido" (1 Co 15, 3) que "Cristo ha muerto por nuestros pecados según las Escrituras" ( cf. también Hch 3, 18; 7, 52; 13, 29; 26, 22–23). La muerte redentora de Jesús cumple, en particular, la profecía del Siervo doliente (cf. Is 53, 7–8 y Hch 8, 32–35). Jesús mismo presentó el sentido de su vida y de su muerte a la luz del Siervo doliente (cf. Mt 20, 28). Después de su Resurrección dio esta interpretación de las Escrituras a los discípulos de Emaús (cf. Lc 24, 25–27), luego a los propios apóstoles (cf. Lc 24, 44–45).
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